lunes, 12 de abril de 2021

Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, de Rafael Sánchez Ferlosio

«(De pravitate Dei.) Tengo para mí que la discusión sobre la existencia o inexistencia de Dios no es, a fin de cuentas, más que la forma académicamente tolerada hacia la que acabó desviándose la mucho más escabrosa y hasta delictiva cuestión de su bondad o maldad. El hecho de que los negadores-de-Dios de carne y hueso hayan estado prohibidos no debe escamotear el dato de que la hipótesis de la inexistencia no ha sido descartada ni siquiera en los mejores momentos de la Ecclesia Triumphans, pues ¿qué significa el que la más brillante escolástica —San Anselmo de Canterbury, Santo Tomás de Aquino— no haya dejado nunca de excogitar pruebas y demostraciones filosóficas de la existencia de Dios, sino que la hipótesis de la inexistencia se mantenía virtualmente vigente, por cuanto siempre admitida a discusión, aun por muy aplastantemente que se la predestinase a la derrota? El acto positivo de demostrar algo implica inevitablemente el reconocimiento de derecho de la hipótesis contraria. Sería probablemente malicioso pensar que los creyentes se avinieron conscientemente a debatir la mera cuestión de facto de la existencia o inexistencia para desviar la mirada de la cuestión de iure capital: la de la bondad o maldad, pero el hecho es que los impíos cayeron en la trampa de semejante transacción y se hicieron asépticos ateos —meros creyentes en la inexistencia— en lugar de pugnaces renegados. Más operante habría sido conceder en la banal y abstrusa cuestión de la existencia, a cambio de tener firme en la de la maldad, pues es la idea de Dios, no la de su existencia, lo que importa, tal y como los fieles lo adivinan, con certero instinto, cuando se muestran mucho más sensibles a que se respeten los derechos de la idea de Dios, y dentro de ella los de su bondad, que a que se afirme o niegue su existencia. Los meros ateos se inhiben de lo que hagan, digan o piensen los creyentes, como si, sin necesidad de la existencia, la sola idea de un Dios bueno y providente no fuese maligna y venenosa para todos, como si tal imagen no fuese un sangriento sarcasmo hacia este valle de lágrimas, una perversidad, un insulto, o incluso, ¿por qué no?, una feroz blasfemia contra los mortales».

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