sábado, 10 de abril de 2021

Los abrigos nos separan de los muertos

Con la muerte de mi padre heredé sus cinco abrigos. Sumados a los que ya tenía, hacían un total de nueve abrigos. Pensé que nada podía ir a peor hasta que mi hermano también se murió y heredé otros siete abrigos.

Me pasé dos semanas contemplando mis abrigos, encerrado en el armario con ellos, donde apenas era capaz de hacerme un hueco entre tantos abrigos. Nunca me gustó el exceso en materia de propiedades, de manera que decidí deshacerme de todos mis abrigos, por mucho que me doliera perder así la última conexión que me quedaba tanto con mi padre con mi hermano, los residuos telares de su aprecio. No me consideraba a mí mismo como una persona muy sentimental, pero aquellas prendas no sólo me recordaban la pérdida, sino que me escarmentaban al ser incapaz de reconciliarme con ella.

Tras concluir que el problema no estribaba en la cualidad sino en la abundancia, decidí poner a la venta la mitad de mis abrigos, pero no había terminado aún de decidirme de cuáles en concreto me iba a deshacer cuando se murió también mi mejor amigo, quien me dejó en herencia otros seis abrigos más. Entre parkas, sobretodos, plumas, cazadoras, anoraks, marineros, guardapolvos y chalecos tenía ya más de veinte abrigos.

Me encontraba perdido, desorientado, anonadado ante tanta muerte y tanto abrigo que parecía corroborarla. Lo peor era que me gustaban todos aquellos abrigos, no porque me sintiera rico o afortunado por el exceso de posesiones, sino que realmente me sentaban mucho mejor de lo que me habían sentado cualquiera de mis abrigos. En conclusión, supe que debía comenzar por deshacerme de los abrigos que me habían pertenecido en exclusiva antes de que se muriera nadie.

Pero fui incapaz de tirar mis viejos abrigos. Sabía que no volvería a ponérmelos, que probablemente sería incapaz de ponerme tantos abrigos, porque me parecía una frivolidad cambiarse de abrigo todos los días, o de ponerme un abrigo para cada circunstancia diaria de la vida, como quien se pone un abrigo distinto para ir a comprar el tabaco, otro para comprar el pan y un tercero para pasear al perrito. Los objetos que nos rodean, sobre todo los que nos ponemos encima de las finas pieles para protegernos del frío o de la lluvia, no pueden ser superfluos. El consumo no revierte el pasado: no podemos revertir el pasado a razón de variar cuatro elementos exteriores de cara al porvenir. ¿Pero qué es el porvenir, sino una suposición? ¿Qué son las suposiciones, sino anticipaciones que enmascaran las malas digestiones de la memoria? También la inmundicia tiene un alma. ¿Por qué iban a tener un alma sólo las personas? ¿Y qué pasa cuando las personas se marchan, acaso no podemos acompañar nuestro silencio con algunos pedazos desperdiciados de sus almas? El alma es criatura libre, mientras vivimos, ella roza y alimenta todo cuanto nos rodea; cuando nos vamos, ¿quién dice que esas huellas no resplandezcan invisiblemente por doquier?

El verano se acercaba, en el último medio año había visto morir a tres de las personas que más apreciaba en este mundo y ni siquiera me había podido poner todos aquellos abrigos más que en mi cuarto frente al espejo para ver cómo me quedaban. Al principio sí logré usar más o menos frecuentemente una de las gabardinas de mi padre, junto a un guardapolvo de mi hermano con el que fui al funeral de mi mejor amigo. Recordando con amargura este episodio fue como se me ocurrió una solución a mis agonías: debía obligarme a usar un abrigo por cada funeral al que asistiera. Incluso si debía esperar veinte años hasta la próxima muerte de un allegado la espera merecería la pena, pues más vale honrar la memoria de un padre veinte años después de su muerte que traicionarla al segundo siguiente.  

Plenamente satisfecho con el resultado de mis conclusiones, de las exigencias espirituales a las que me había visto obligado a someterme a fin de honrar decentemente a mis muertos, volví al armario a pasar allí otra noche encerrado. Pero tantos abrigos guardaba allí dentro que, a mitad del sueño, muy entrada la madrugada, la barra donde colgaban las perchas se partió en tres trozos, dejándome felizmente sepultado en una veintena de abrigos

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