Si la mayoría de la gente se muriese siendo aún muy joven, con no más de dos o tres años –cinco como máximo, antes de la edad crucial de la autoconsciencia, cuando la muerte de un infante es ya moralmente inaceptable– se le haría un gran favor a las funerarias.
Juzgado el caso desde la mera rentabilidad, es decir, priorizando el éxito empresarial pero sin olvidarnos ni del desarrollo sostenible ni de la responsabilidad corporativa –etcétera–, lo cierto es que las funerarias verían aumentada su clientela a la par que disminuirían los gastos asociados tanto en madera para ataúdes –el Amazonas nos lo agradecería– como en terrenos, pues en los cementerios cabrían muchísimos más muertos al ser los cadáveres más pequeños y en el espacio liberado podrían plantarse muchos árboles, edificarse ambulatorios o simplemente ser reservados para huertos urbanos.
En una economía de libre mercado, sin duda que las funerarias le devolverían este favor a la sociedad invirtiendo una gran parte de sus beneficios en promover todo tipo de bondades o para financiar investigaciones médicas, pensiones, subsidios, asilos estrictamente humanizados o hasta un supermercado cooperativo.
Y dado que las funerarias nos prestan un servicio esencial de incalculable valor, pues gobierne quien gobierne y tengamos el sistema que tengamos la gente seguirá muriéndose, casi podría decirse que son el único ejemplo actual de auténtica ética y necesidad empresarial. Pero con el tiempo, ni siquiera las funerarias serán necesarias, pues gracias a su responsable esfuerzo, a su ardor progresista y liberal, el pueblo, sostenido económicamente a través de ingresos mínimos vitales muy generosos y con la ayuda del exponencial crecimiento tecnológico que permitirá que los robots trabajen por él, recuperará para sí la soberanía individual perdida, enterrando a sus pequeños muertos con sus propias manos y en cementerios extraterrestres diseñados para tal hermoso fin: una nueva mística nacida de la prosperidad económica universal.
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