lunes, 6 de marzo de 2023

Para un padre su mayor felicidad es ver crecer a sus hijos. Sin embargo, no todos los padres tendrán esa suerte y algunos de sus hijos morirán antes que ellos. Esa felicidad abolida se convertirá entonces en la peor de las pesadillas inimaginables: no sólo muere un ser concreto, un hombre o un niño, sino que con él se esfuma la posibilidad de un tiempo esperanzador mediante el cual el propio padre habría de eternizarse. Los hijos son, antes que herederos, depositarios. 

Para los hijos, en cambio, el afecto que sienten hacia sus padres supone un tipo de amor cualitativamente muy distinto, tan egoísta en lo práctico como ontológicamente desinteresado, pues en el amor de un hijo por sus padres no cabe esa esperanza: él es el responsable de su eternidad, único portador y representante, que tratará de asegurar ya sea mediante la procreación, la gloria o la mística: buscará la trascendencia por cualquier medio a su alcance. 

Por esta razón los padres, a menudo, se sienten tan decepcionados de sus hijos: creen que sus hijos se han distanciado tanto de ellos a través de ciertas particularidades ideológicas o conductuales que su eternidad se ha vuelto incierta: la transferencia es mera formalidad, su emblema, más que desaparecido, se encuentra irónicamente entrecomillado. ¿Es acaso este hijo mío un extraño, no el depositario de mi fe como yo pensaba, sino un traidor, el Leviatán que devora no ya mi corazón, sino mi alma entera y su eternidad?

No hay comentarios: