La distancia que media entre el cielo y el infierno, dice un antiguo poema zen, es muy sutil, y sólo los separa un pelo. Del cielo, dice este mismo poema, se puede escapar trepando por ese pelo, y del infierno también se puede escapar trepando por el mismo pelo.
Hay
que tener cuidado, sin embargo, con los seres que corretean por el cielo,
porque son muy curiosos, y si encuentran ese pelo tratarán de descender al
infierno en busca de aventuras; también hay que tener cuidado con las criaturas
que moran en el infierno: son muy codiciosas, y querrán subir al cielo para
hurtar todos sus tesoros.
Los
pelos son muy frágiles, como todo el mundo sabe, y se quiebran fácilmente, de
manera que sólo soportarán un descendimiento o un ascenso a la vez. ¡Pero los
seres del cielo son tan impacientes! ¡Y las criaturas del infierno tan ansiosas! Tu mayor dificultad
estribará, por lo tanto, en subir y bajar sin que nadie te descubra. Recuerda:
tampoco lleves nada contigo, ni del cielo ni del infierno, pues cualquier peso extraño a tu cuerpo romperá el pelo y quedarás para siempre atrapado en ese espacio horrible que separa el cielo del
infierno: tú mismo.
El poema acaba cuando su autor nos recuerda las tres normas básicas: cuidarse de los seres del cielo, cuidarse de las criaturas del infierno, cuidarse de uno mismo. Si consigues esconderte de los seres del cielo, de las criaturas del infierno y de ti mismo, podrás subir y bajar entre el cielo y el infierno sin problemas. Un error común es, no obstante, pensar que para defendernos de los seres del cielo, de las criaturas del infierno y de nosotros mismos debemos hacer tres cosas diferentes, pero no es cierto, y para vivir en paz y armonía una sola cosa debemos hacer: olvidar que existe ese pelo, pues la sabiduría es ignorancia.