El ahorcado se mecía lívido, casi desmayado, se balanceaba como si quisiera acunar su vida entera en los instantes de la muerte: tal era la pena y la fe perdida que sentía por sí mismo. La cuerda le rasgaba el cuello, la piel le ardía, y la sangre, voluptuosa, le palpitaba desesperadamente en las venas. Se acordó entonces de la célebre canción infantil:
un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña.
Él no era un elefante, desde luego, aunque tenía en semejanza a estos grandes mamíferos una prominente trompa que, en su caso, no era el fruto de una larga serie de mutaciones adaptativas, sino un tumor maligno que horrorizaba a cuantos desconocidos se cruzaban en su camino, y también era la razón de que sus amigos y familiares se hubieran apartado de su presencia: no soportaban la abominable visión de aquella masa de carne azulada que deformaba su rostro. La soga tampoco podía considerarse una telaraña, ni él mismo podía considerarse un insecto; sin embargo, entre las sogas y las telarañas hay más parecidos que diferencias, y la única diferencia entre una araña y un ahorcado es que el ahorcado se inyecta el veneno a sí mismo, y tan sólo el residuo o la sombra de ese veneno alcanza a otros por el impacto simbólico, y no efectivo, de sus muertes.
—Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña… Como veía que se resistía fue a buscar a otro elefante…
Al segundo verso, con esa típica pero espantosa reminiscencia que surge en los momentos más indeseados, sintió la absoluta demolición de todo su ser: también los ahorcados pueden perder la confianza en sí mismos, aunque en su caso, la protesta ya sea en vano. ¿Por qué no se fue a vivir a Botsuana o a Zimbabue, donde hay grandes poblaciones de elefantes en libertad? Quizá no se hubiera sentido tan solo, tan monstruoso, en fin, tan irredimible como en la civilización. ¿Y no podría haberse hecho amigo de algún otro engendro, de algún individuo despreciable y horrendo que le hiciera compañía...? Si el elefante se balancea sobre la tela de una araña es porque tiene esperanzas... Pero la esperanza —de eso trata en el fondo la canción— no tiene conclusión ni otro propósito que el de continuar expandiéndose hasta el infinito: con paciencia se pueden juntar cien mil trillones de elefantes en una misma telaraña. A él, sin embargo, no le quedaba ni esperanza ni paciencia: los elefantes lo hubieran pisoteado por acercase a su manada, los deformes se reirían de él o, peor aún, lo seduciría el sueño de sentirse menos repugnante junto a ellos...
A punto ya de la asfixia, cuando la conciencia se le esfumaba hacia la eternidad y hasta el dolor y el placer se transformaban en cosa liviana, en calma tétrica, pensó que no era falta lo que sentía, sino deuda: pensó más bien que le debían, como todo buen ahorcado piensa durante su último suspiro, una vida mejor.. Para empezar, le debían una vida con otra cara.
¿Deber? ¿Pero Quién, con qué Derecho y Autoridad? Y así murió, sin apercibirse de la estupidez que acababa de meditar, canturreando una falacia…