El ahorcado se mecía lívido, casi desmayado, se balanceaba como si quisiera acunar su vida entera en los instantes de la muerte: tal era la pena y la fe perdida que sentía por sí mismo. La cuerda le rasgaba el cuello, la piel le ardía y la sangre, voluptuosa, le palpitaba desesperadamente en las venas. Se acordó entonces de la célebre canción infantil:
un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña.
El no era un elefante, desde luego, aunque tenía en semejanza a estos grandes mamíferos una prominente trompa que, en su caso, no era consecuencia de una larga serie de mutaciones adaptativas, sino de un maligno tumor facial que horrorizaba a cuantos desconocidos se cruzaban en su camino, y también era la razón de que sus amigos y familiares se hubieran apartado de su presencia: no soportaban la abominable visión de aquella masa de carne azulada que deformaba su rostro. La soga tampoco podía considerarse una telaraña, ni él mismo podía considerarse un insecto; sin embargo, entre las sogas y las telarañas hay más parecidos que diferencias, y la única diferencia entre una araña y un ahorcado es que el ahorcado se inyecta el veneno a sí mismo, y tan sólo el residuo o la sombra de ese veneno alcanza a otros por el impacto simbólico, y no efectivo, de sus muertes.
—Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña… Como veía que se resistía fue a buscar a otro elefante…
Al segundo verso, con su espantosa reminiscencia, sintió la absoluta demolición de todo su ser: también los ahorcados pueden, repentinamente, perder la confianza en sí mismos, aunque la protesta sea ya en vano. ¿Cuántos elefantes le harían falta para dejar de sentirse tan solo, tan monstruoso, en fin, tan irredimible? ¿Cuántos ahorcados? Al punto ya de la asfixia, cuando la conciencia se le esfumaba hacia la eternidad y hasta el dolor y el placer se transformaban en cosa liviana, en calma tétrica, pensó lo siguiente: no era falta lo que sentía, sino deuda: pensó más bien que le debían, como todo buen ahorcado piensa durante su último suspiro, una vida mejor.
Deber, ¿pero quién, con qué derecho y autoridad? Y así murió sin apercibirse de la estupidez que acababa de meditar, canturreando una falacia…