viernes, 22 de abril de 2022

Un profesor simpático es un bicho con veneno, una serpiente radical, un elemento antinatural proveniente de los cielos y los infiernos, un químico humanoide letal que torturará a su alumnado con métodos felizmente progresistas: hipnosis, sugestiones, chantajes emocionales,  envenenamiento moral, degradación sutil de la autoestima... La simpatía es tan sólo un matiz de la personalidad, mientras que el escarnio es la herramienta más útil que existe, si no para enseñar, por lo menos sí para vengar nuestro fracaso y castigar la torpeza del prójimo, ocultando nuestra malignidad y el perverso poder de fondo.  ¡Qué tremendo victimista, el profesor típico, cuando protesta por la pérdida de valor y autoridad de su profesión! No, la profesión funcionarial del profesorado no ha perdido valor ni autoridad: lo que acaso haya perdido es fuerza bruta, pero no hay una contradicción, sino una alianza, entre el victimismo y la sutileza de su dominación.

Dar y quitar son juegos de magia para un profesor simpático, naderías, su poder no está ya ni en la fuerza simbólica ni en la autoridad institucional ni en la legitimidad del castigo, sino en el carisma personal, en su habilidad como galán y seductor: en el menoscabo de tu soberanía, en llegar a hacerse indispensable para tu desarrollo adaptativo a las formas y a los fondos pedagógicos, a través de una pérfida influencia soterrada, definiendo la calidad de tu ser por el capricho de su voluntad; y, naturalmente, amaestrándote de paso con gran amabilidad, conduciéndote directo hacia la servidumbre y la insulsez intelectual. ¡Convirtiéndote, en el peor de los casos, en un pelele, y en el mejor, en un bufón!

Un profesor simpático no golpea, no castiga y a duras penas tuerce la mirada: se limita a mutilarte, no orgánica sino espiritualmente: forja tu personalidad en una relación de absoluta dependencia hacia su estimación. Es el peor poder de todos: el poder de abolir tu voluntad fuera de la conveniencia de su aprobación. Con el daño que todas esas ratas alegres nos hicieron, con las degradaciones y las ruinas anímicas que han urdido en nuestra contra, me resulta muy extraño que ningún asesino en serie ni ningún grupo terrorista haya ido directamente a cargarse a profesores. ¡Cuánto apreciaba yo a esos profesores que ni siquiera se dignaban a venir a clase, que estaban siempre de baja o en una boda, o profesionalmente atareados en otros menesteres menos leviatánicos! ¿Y qué decir de aquellos profesores que en lugar de dar clase te contaban su vida? Es verdad que sus anécdotas eran casi siempre algún modo del buen ejemplo, que escondían moralejas y convicciones, pero solían ser moralejas absurdas y convicciones tristes. Pero a mí, que nunca me ha deleitado  sino la inacción y la galbana, fingir que escuchaba a un hombrecillo patético mientras bostezaba y dormitaba en mi pupitre, me hacía los días mucho más sencillos... 

¡Qué horror, qué dilema ético tan desesperado, que mis mejores amigos sean profesores o se estén preparando para serlo! 


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