Al suicidario le preocupa, sobre
todo, la negación del deleite de su muerte. El suicidario acepta la muerte: le
importa un pimiento si se ahorca, mete la cabeza en el horno, se arroja a las
vías del tren, se pega un tiro entre ceja y ceja o se atiborra a una
combinación mortífera de fármacos hipnóticos, anestésicos y bloqueantes
neuromusculares —cada suicidario contempla su muerte con un goce estético que
difiere según los gustos particulares, hay quien encuentra, por ejemplo, como
profundamente antiestético el suicidio por sofocación con bolsa tras la
administración de algún sedante, a pesar de su enorme seguridad si el protocolo
es el adecuado—. Lo que el suicidario no tolera es la imposibilidad de
contemplar su muerte como si de una obra de teatro se tratara, donde el
escenario representa su velatorio, su ausencia (autoconsciente, ya sea
espectral o trascendentalmente) es el protagonista y todos sus allegados esos
inútiles secundarios a los que un guionista incompetente ha sido incapaz de
escribirles unas pocas buenas líneas de guion. —Cuando Sócrates afirma que la filosofía es una preparación para la muerte no quiere decir que la filosofía se pueda reducir a la auto-ayuda, como vulgarmente se afirma, sino que el filósofo se ejercita en una purificación del alma intelectiva despojada del cuerpo: temer a la muerte es absurdo porque el filósofo no encontrará el obstáculo de los objetos sensibles una vez retorne a las Ideas. Sin embargo, el mundo de las Ideas es fácilmente refutado al contacto con
cualquiera de estos secundarios del montón, pues ideas, lo que se dice ideas, se
nota que no ha tenido contacto con ninguna: no es que hayan las olvidado, es que son seres negados
para el pensar y representarse las formas más puras. Tal preparación para la muerte debería consistir en que cada
cual se piense bien lo que va a decir en el velatorio de un tercero: yo
incluiría un examen para poder abrir la boca en los velatorios cuya pregunta
sea una sola: ¿SÍ O NO? Cuidado con lo que respondes–.
Una
vez presencié un velatorio, por desgracia no el mío como ánima eterna sino el
de mi padre, y recuerdo que mi tío, pudiendo escoger el silencio, prefirió
decir una de esas malas y estúpidas líneas de guion para secundarios
deficientes cuya gracia estribaría, si acaso estribase en alguna parte,
únicamente en la repetición del estribillo. No obstante lo dijo una sola vez,
con la voz grave y, lo que es de auténtico delito, tras haberlo querido pensar durante unos
minutos:
—Ya
sabéis que somos como velitas que un día el tiempo sopla, se apagan y entonces
nos vamos a otra parte…
Ay,
si por lo menos hubiera dicho que somos un incendio, que la muerte de mi padre
iba a provocar la caída del sol sobre la tierra o la implosión hermosa de los
astros en el cielo… ¡Menuda ciénaga de idioteces!
No,
si alguna vez decido acabar con mi vida, aniquilar mi consciencia, detener mi
pulso, extinguir la respiración, borrar como decía Borges tan poéticamente «la
suma intolerable del universo», voy a asegurarme de que mi tío ni nadie que no
apruebe ese examen (que yo mismo dedicaré los últimos años de mi vida a
elaborar) aparezca por mi funeral. ¿Tendré que estrangular a mi tío antes de suicidarme,
con lo cual la causa de este pueda conducir a engaño, es decir, que los investigadores y nuestros
mutuos allegados crean que me di muerte para evitar la pena por homicidio, que
lo asesiné por motivo de alguna vieja rencilla, y no para regalarle al resto de
mis allegados un velatorio íntegro, honesto, digno?
Es
un precio que estoy dispuesto a pagar. Tal vez deba, por ambiciosa seguridad,
borrar primero esa suma intolerable del universo antes de darme muerte (hay un
árbol negrísimo y muy alto a las afueras de mi pueblo, al que se llega por un
sendero embarrado en otoño, helado en invierno, infectado de plagas en
primavera y achicharrado en verano, que me parece perfecto para amanecer
colgado en cualquiera de las cuatro estaciones); pero no encuentro la manera de
hacerlo: la técnica no ha evolucionado lo suficiente como para entregarle, igualitariamente, a cada hombre una bomba letal con la que mandar al vertedero este planeta lleno de cerebros y de estiércol. ¿Y la eutanasia consentida? El progreso moral es pura filfa, y jamás se evitará el nacimiento de los nuevos seres gimientes.
Además, si no
es mi tío el cacareador será mi prima, mi hermano, un amigo desconsiderado o
alguna vecina dicharachera que, a fin de consolar bobamente a mi pobre madre,
le espete un:
—Su
muerte nos ha pillado totalmente desprevenidos: yo estaba cociendo unos huevos
para el potaje cuando me enteré. Ninguno sabíamos que su hijo sufriera tanto.
Lo tenía todo en la vida. Con lo joven que era. ¿Qué le ha pasado? No sabíamos
que tuviera depresión. Siempre me sujetaba la puerta del portal cuando me veía
con el carro de la compra. Hasta se ofrecía a subírmela él mismo a mi casa si
me percibía agotada. ¿Acaso pretendía ahorcarse en mi propia casa, mientras yo
colocaba los yogures en la nevera? No puedo dejar de pensar en eso: cada vez
que alguien entra a mi casa le obligo a permanecer a mi lado todo el tiempo,
porque ya no sé si se va a ahorcar o no. La muerte de su hijo nos ha
traumatizado a todos.
A
lo que mi madre, hallándose en ese momento mínimamente inspirada (lo que seamos
francos, no es probable que suceda), habría de responder:
—Nació
con el cordón umbilical anudado al cuello. Al principio temimos por su vida y
creímos que fue un accidente, pero cuando la matrona trato de desatárselo, él lucho
contra ella para ganarse con la victoria el favor de una muerte precoz por
asfixia. Al sentirse así arrebatado de su dulce condena, teniéndolo yo sobre mi
regazo, todavía parecía como si quisiera estrangularse con sus propias manos.
Luego supimos que era la luz blanca del paritorio: siempre fue fotosensible. La
culpa de todo la tiene el sol. Si hoy no fuera un día de lluvia, sino un día
soleado, yo me desmoronaría: gracias a mi hijo comprendo la maldad del sol.
Uno
nunca conoce a las personas hasta que no le cuentan algunas de estas falsas
historias macabras, aunque de un encanto indudable: a raíz de esta anécdota,
que yo mismo fabulé por primera vez a los doce años, comprendí el origen de mis
migrañas: el maldito sol y la antiquísima frustración de no haber muerto a los
tres segundos de nacer.
Pensándolo
bien, a propósito de aquel deleite auto-contemplativo, siempre será mucho mejor
una muerte lentísima por alguna gravísima y feroz enfermedad que el típico
suicidio, ya que la visión de la muerte dura apenas unos segundos, mientras que
si estiras lo suficiente una enfermedad puedes pasarte media vida
persiguiéndote la muerte. Perseguir la muerte es absurdo. Recordemos el cuento
de La muerte en Samarra: en un descuido, la muerte nos alcanza, y es humano
huir aterrorizado. Creo que cuanto más cerca nos encontramos de la muerte más
lejos estamos asimismo de aceptarla. Es esta, y ninguna otra, la moraleja del
cuento. Si el hombre de Samarra hubiera visto a la muerte por videoconferencia,
seguro que le habría exigido sus favores en lugar de huir espantado como un conejo ante la presencia del zorro…